La traducción del título en latín, In uenerationem Titivillus, sería: En el respeto debido a Titivillus.
Titivillus, un personaje curioso que descubrí por casualidad y que, tras leer una y otra versión de su historia, me sedujo y me llevó a tomar conciencia de que siempre supe, mientras caligrafiaba, que me había faltado algo, aunque no supiera qué. Y ese algo era él.
Repetiré una vez más la historia: el mito lo sitúa —improbablemente— en los primeros monasterios egipcios, a finales del siglo IV, anotando los pecados que cometían los monjes. Pero hay que esperar, primero a finales del siglo XIII y luego al XIV para que, primero John de Gales, en su Tractatus de penintentia y después el dominico Petrus Paludanus, en su Fragmina psalmorum Titivillus colligit horum, concreten el mito: ambos escriben sobre un demonio encargado de anotar los errores que los monjes cometen al copiar los libros. Errores con los que llena cada jornada su bolsa y que les serán reprobados el día del Juicio Final.
Titivillus es pues, un demonio específico creado para luchar contra las distracciones, el pecado más frecuente en la dura vida monástica.
Recapacitemos, gran parte de los monjes eran segundones de la nobleza, inútiles para la batalla o simples marginados en un mundo lleno de violencia donde cada cual tenía su sitio asignado desde el nacimiento. La vida monástica, rutinaria y sin distracciones, era el caldo de cultivo ideal para la búsqueda de evasiones.
Además, y en contra de lo que se supone, había copistas que ni siquiera sabían leer, y se dedicaban a copiar las letras como meros signos sin significado para ellos, lo que, en un mundo donde los pecados perseguían y las herejías se multiplicaban, era una ventaja cuando se copiaban libros prohibidos o peligrosos. Como contrapartida, las distracciones acechaban aún más.
Y en el siglo XV, con el aumento de la demanda de libros gracias al apogeo de las universidades, el peligro de errores y omisiones creció de forma paralela a la carga de trabajo que sufrían los sufridos copistas. La reprimenda, el castigo moral o físico, fueron insuficientes: era mejor prevenir, poner en la mente de cada uno un vigilante interior que constantemente los amenazara con las penas del infierno: ese sería, de nuevo, Titivillus.
Lo hermoso es que los copistas acabaron aceptándolo de una manera muy “moderna”: Como ellos estaban más atentos, él no llenaba su bolsa cada día, lo que provocó que pasase de vigilar las distracciones a provocarlas directamente. De esta manera, cuando cometían errores, los copistas “externalizaban” su responsabilidad: la culpa no era suya, sino de Titivillus, que los había distraído.
Y así, acabaron considerándolo una especie de santo patrón.
Un diablo como patrón de una actividad conventual. No cabe duda de que el de escriba tuvo que ser un hermoso oficio, aunque a muchos les desagradara la monotonía de su ejercicio.
Hoy, algunos queremos recuperar esa belleza de la escritura y con ella algunas tradiciones asociadas. Y en este contexto ¿por qué no también a ese diablillo que nos distraerá llamado Titivillus?
P.S. Por cierto, las letras d. s. tras mi nombre son las siglas de discenten scriba, aprendiz de escriba, que es lo que me considero.