domingo, 13 de marzo de 2016

Reflexiones sobre un poema de Mn. Cinto Verdaguer

                       La poesía no se hace con palabras
                     sino con el significado que tienen las palabras.

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              Poeta i llaurador soc
              i faig la feina tan neta
              que llauro com un poeta
              i escric com un llaurador

                           Mn. Jacint Verdaguer

Desde que lo leí por primera vez, hace ya tantos años, siempre me ha resultado sugerente ese deseo de unir, de hacer uno, el amor a las palabras y el amor a la tierra. O mejor dicho, de casar sus significados.
De un lado las palabras. Sonidos o grafías que no sólo son conjuntos de letras con un significado culturalmente compartido: son elementos que nos hacen realmente humanos, que nos permiten pensar y comunicarnos. 
Las palabras sanan o hieren, acercan y alejan, provocan encuentros y motivan rechazos. Cuando estudiaba antropología me contaron la historia de un pueblo pacífico —lo siento, no tengo más datos ni referencias etnográficas que mi recuerdo— cuyos componentes tenían como costumbre, al levantarse, poner en común sus sueños e interpretarlos en grupo. Así mantenían, mediante la experiencia más personal compartida con la palabra,  la concordia entre ellos y con sus vecinos. Al tiempo que se hacían, día a día, un poco más conscientes de su mundo interior.
Aquí, de una forma un poco más caótica e individualista, cualquier terapia psicológica implica, en diversos grados, el lenguaje, el relato de cómo interpretamos lo que nos rodea. Como en cualquier amistad, como el mantenimiento de cualquier amor.
Del otro la tierra como productora de alimentos. Otra faceta de nuestra humanidad. Una tierra considerada muchas veces sagrada, de la que se tomaba sin robar, a la que se vuelve tras el paso obligado por esta vida. Una tierra cuyo significado —porque, al igual que la poesía, la agricultura y la horticultura también se viven cargadas de significados— parece estar recuperándose en nuestras sociedades. 
Y es en este contexto en el que el poema de Verdaguer cobra de nuevo sentido: labrar como un poeta; escribir como un labrador. Acercarse a pedirle sus frutos a la tierra de la misma manera con que se va construyendo un poema —el “golpe a golpe, verso a verso”,  de los Cantares de Antonio Machado—. Escribir siguiendo el rito de sembrar, regar, cuidar… y dar su tiempo a cada fruto. Con las mínimas artificialidades, sin presiones ajenas. Dejando que cada planta fluya a su propio ritmo y organice sus rimas como si de un poema se tratara.
Y una última consideración respecto a esta pareja de conceptos. Ambos comparten, valga la redundancia, la necesidad de compartir para realizarse en plenitud. Porque tanto el poeta como el agricultor se caracterizan por compartir sus frutos. 
El poeta real, no esa parodia moderna de poeta que nos intentan vender a veces, es el descendiente de los antiguos bardos, de los trovadores medievales que recorrían Occitania. Porque la auténtica poesía se  acompaña de música, se canta y pertenece a un pueblo, a una comunidad, del que forma parte, porque nace y crece de y con él. Como los frutos de la tierra que marcan nuestros gustos y nuestras dietas. Cargados, ambos, de significado.

Ferdinandus, d.s. bajo el signo de Piscis

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