jueves, 30 de julio de 2015

A de Ana

Esta vez simplemente una A para Ana, mi cuñada. Con un abrazo muy fuerte de todos nosotros. 


Realizada en papel artesano con barbas a los cuatro lados y de tamaño pequeño (14  x 10 cm.) lo cual ha supuesto un problema, porque al fotografiarla y ampliarla he visto más los defectos —un día de estos he de cambiar los cristales de las gafas de leer— y me he decepcionado un poco. Pero uno tiene los límites que tiene.

Ferdinandus, d.s. Bajo el signo de Leo.

miércoles, 29 de julio de 2015

Haz cada día algo que temas. Reflexiones sobre los temores.

Otro modo de formular la distinción general es el siguiente: Mediocristán es donde tenemos que soportar la tiranía de lo colectivo, la rutina, lo obvio y lo predicho; Extremistán es donde estamos sometidos a la tiranía de lo singular, lo accidental, lo imprevisto y lo no predicho. Por mucho que lo intentemos, nunca perderemos mucho peso en un solo día; necesitamos el esfuerzo colectivo de muchos días, semanas, incluso meses. (...) Sin embargo, si estamos sometidos a la especulación de base extremistana, podemos ganar o perder nuestra fortuna en un solo minuto.
Nassim Nicholas Taleb.— El Cisne Negro. El impacto de lo altamente improbable, pág. 82

Diferentes lecturas de ámbitos dispares, aunque relacionados, como la psicología, la emprendeduría o el coaching, hace tiempo que me remiten a un concepto común interesante: Zona de confort.
La idea general sería la de una estructura mental que nos permite trabajar, relacionarnos… vivir, en una palabra, eliminando al máximo los cambios que impliquen un riesgo —no nos engañemos, los cambios siempre implican riesgos— y que nos sometan a la presión de tomar decisiones que no sean “las de siempre”.
Una respuesta al miedo a lo desconocido la buscamos —y encontramos, a veces— en el refugio de la comodidad y la seguridad de lo ya sabido, de lo conocido desde hace tiempo. Frente a lo original, la repetición; frente a la novedad, la plácida monotonía.
El problema es que hay un problema: que el mundo cambia.
Constantemente, además. Envejecemos y el cuerpo se deteriora, nuestros hijos crecen, los trabajos se transforman o se pierden, nuestros sentimientos varían, nuestras relaciones mutan, lo que fuimos ayer seguro que no será lo que seamos mañana... Así que, más tarde o más temprano, deberemos salir de nuestra zona de confort, pero no voluntariamente, sino empujados por las nuevas circunstancias: una separación afectiva, la pérdida del trabajo, una enfermedad, un conflicto con un hijo adolescente, la traición de un amigo… hay cientos de cosas que tienen una incidencia directa e importante en nuestras vidas, y la mayor parte de ellas, aunque no siempre seamos conscientes, escapan a nuestro control. Y esto puede convertirse en un drama personal de primera magnitud.
¿Por qué, entonces, tantos nos empeñamos tanto en la inmovilidad? ¿Por qué no correr riesgos gratuitos? ¿Por qué no entrenarnos en saltar, de vez en cuando, fuera de esa zona de confort, cómoda pero peligrosa? La respuesta está en el miedo; o mejor, en los miedos, porque son muchos y variados.
Sabemos, o suponemos, que fuera quedan expectativas desconocidas, alternativas vitales que nunca habríamos conocido de no habernos arriesgado, personas interesantes que conocer, sucesos mágicos que vivir y, sobre todo, un sentimiento nuevo de gobernar nuestra propia vida —dentro de nuestros límites, que son tantos y tan variados como los miedos— de una manera más eficiente, más completa, más nuestra, con una “nostridad” siempre recién reconocida y conquistada que, una vez afianzada, sabemos que tenderá a crear una nueva zona de confort de la que necesitaremos salir una vez más. Un trabajo Prometeico y por ende inacabable, como puede verse.
Este deseo de salir de esta zona confortable es el he encontrado expresado en las dos frases que ahora publico caligrafiadas: Una afirmación de George Addair (“Todo lo que has querido conseguir está al otro lado del miedo”) y una propuesta anónima (“Haz cada día algo que temas”).
Con mis mejores deseos. Para mí, para todos.
Ferdinandus, d.s. Bajo el signo de Leo.
P.S. Si no somos capaces de abandonar de vez en cuando nuestra zona de confort, tampoco hay que preocuparse tanto; ya nos dará una patada en algún momento la vida. Porque aunque no lo sepamos, o no queramos darnos cuenta, todos vivimos una parte de nuestras vidas en ese país curioso llamado Extremistán.


Haz cada día algo que temas.

Estos días atrás lo hice, y el resultado ha sido, honestamente, un poco decepcionante. En este tipo de realizaciones es donde mejor se perciben las categorías y se marcan las diferencias entre los profesionales y los aprendices. 
La H inicial, como había señalado en un post anterior (http://ferdinandusscripsit.blogspot.com.es/2015/07/variantes-sobre-una-h-inicial.html) está inspirada en otra, soberbia, que encontré en una página con ilustraciones de manuscritos realmente interesantes tomadas de un Kriminal Museum alemán (http://flickrhivemind.net/Tags/criminalmuseum,manuscript/Interesting). 
El estilo del texto también está inspirado en este manuscrito aunque, sabiendo que las comparaciones son odiosas, no es para tirar cohetes.


En el fondo, ha sido una pura excusa para caligrafiar, y compartir, dos frases diferentes, pero complementarias, relacionadas con un sentimiento frecuente y atenazante —el miedo— que a menudo se me asoma a la vida. 

Ferdinandus, d.d. Bajo el signo de Leo.

lunes, 27 de julio de 2015

Una vieja misiva a mis hermanos

Podría escribir mucho, pero estoy cansado. Físicamente cansado. Y ya nos hemos dicho muchas cosas, aunque menos de las que hemos callado.
Quiero, simplemente, recordar una entrada de un blog ahora inactivo que utilicé para comunicarme, en la distancia y simbólicamente, con vosotros. Recordando cosas que compartimos antes de seguir cada uno su camino.

Edward Hall acuñó en los sesenta un término que me ha gustado siempre: proxémica. Consiste en una disciplina dedicada al estudio del espacio y de las interacciones de los seres vivos en su seno. Viene a decir que el espacio nos condiciona sin que nos demos cuenta y analiza cómo lo hace.
Al hilo de esta lógica, hablar de nuestra infancia sería insuficiente sin recordar los espacios en los que nos movimos: el barrio de trazado tortuoso, aquel trozo de calle con dos olmos y una parra, el callejón de al lado, las dos fuentes cercanas... la casa de la abuela.
La casa la había construido su padre, y supongo que tiene un sencillo armazón de vigas relleno con adobe. A la planta baja ¿recordáis? se accedía por una puerta vieja con la gatera al lado. Dentro, una especie de zaguán pequeño, fresco y oscuro, y a mano derecha la cocina compartida, con una única ventana cubierta con una alambrera. En el lado opuesto, el acceso a la habitación de abajo, donde dormían los abuelos y donde luego nosotros hicimos tantas siestas. 
Esa ventana, ya de por sí pequeña, quedaba limitada en su luz gracias a unos cuantos geranios pulcramente plantados en botes de conservas o algún tiesto de arcilla. En verano, la sensación de frescor era agradable; en invierno, el frío se acentuaba por la falta de luz. Y cuando digo que se acentuaba, quiero decir que se acentuaba.
Al lado de los basares había una miserable estufa de leña en la que se guisaba hasta que aparecieron, por obra y gracia de la modernidad, los primeros infernillos de petróleo. Luego también había una mesa pequeña y asientos, que no sillas, con el culo de madera o de cuerda cruzada. Y allí se guardaban también platos, cubiertos, ollas y sartenes....
Me falla la memoria, me traicionan los datos. No puedo concebir cómo en un lugar tan pequeño cabían tantas cosas y tanta gente. Pero así era. Porque, incluso tras morir el abuelo, los domingos, allí nos reuníamos nosotros cuatro, la abuela, Pedro y la Carmen, y si alguien se añadía era también bienvenido. Después se instalaría allí, también, el tío Poli cuando regresó de África.
Cuando se hacía de noche, la única luz provenía de una pobre y solitaria bombilla colgada del techo que se accionaba con un interruptor giratorio. Allí transcurría parte de nuestras vidas.
Un recuerdo: en verano, para paliar las molestias de las abundantes moscas, se colgaba del techo una tira adhesiva color miel en el que se pegaban y luchaban hasta que morían. Cuando estaba casi negra de insectos, se sustituía por otra y vuelta a empezar. 
Nuestra vida no era muy interesante, así que pasábamos largos ratos contemplando los estertores de aquellos animalillos. Pero el aburrimiento espolea la creatividad, y así fue que una tarde Pablo y yo decidimos —y no por compasión— mitigar los sufrimientos de una de aquellas criaturas por el método de la incineración. Tomamos la caja de cerillas, encendimos una y la acercamos para quemar al puñetero animalejo. Y entonces nos percatamos del significado terrible del concepto “inflamabilidad”, porque en un instante la tira adhesiva se incendió que daba gusto verla. 
Gracias a Dios no llegó la sangre al río y esa noche la familia durmió en la casa, pero en el techo quedó una inmensa mancha negra. Algo más tarde, nuestros culos tomaban un matiz morado a juego. Y es que madre nunca gozó de un fino sentido del humor ni apreció la creatividad. Una pena.
En el más allá, imagino que las moscas brindaban por su cumplida venganza. En el más acá, la cocina de la abuela aguantaba, estoica, otra hazaña nuestra. Y así perduró un tiempo, hasta que la volvieron a enjalbegar. Y nosotros a hacer otra de las nuestras. Es lo maravilloso de aburrirse de vez en cuando.

El original, por si lo habéis olvidado, en aquel viejo blog compartido: http://elmayordelajuanita.blogspot.com.es/2013/04/cartas-mis-hermanos-3-espacios-la.html
Ferdinandus, d.s. Bajo el signo de Leo.


Hermanos

Esta vez he caligrafiado un poema dedicado a los hermanos. En este caso, a mis hermanos, aunque no he puesto nuestros nombres al final para hacerlo asequible a cualquiera.

Quizás no sea el más profundo, ni el mejor, pero tiene a su favor que lo encontré hace años, escrito en una cerámica de esas tan típicas que venden en la Plaza mayor de Cuenca. Me hizo gracia, además, que el autor, A. Sánchez Marín, firmara como “trovador”.

Va por vosotros, Pablo, Carlos y Ricardo. Y por nuestros padres, que lo han hecho posible.

Ferdinandus, d.s. Bajo el signo de Leo.

viernes, 24 de julio de 2015

Paracelso y el problema de las dosis.

Llegado a cierta madurez —parcial y en algunas áreas de la vida, al menos— tomé conciencia de que no me gustaban los extremismos.
Políticamente me aburrían cada vez más y, lo que era peor, empezaba a encontrarlos peligrosos. A medida que me aficionaba a la calma, me iba ganando para sí el hedonismo epicúreo y apreciaba cada día más aquello que Horacio definía como Aurea mediocritas (Dorada moderación), las ideologías radicales, esos intentos absurdos no de tener razón, sino de poseer la Verdad, me empezaban a resultar aborrecibles. Así que cualquier doctrina cuya definición contuviera el sufijo “ismo” empezó a parecerme sospechosa ya a priori, aunque fuera acompañando a palabras con un significado positivo.
Porque, cuando la palabra que define una ideología, política o religiosa por poner dos ejemplos, finaliza con “ismo” viene a significar que no hay términos medios, que hay que llegar hasta el final —a veces, literalmente, finiquitando a adversarios, heterodoxos o no conversos— y que permite pocas dudas sobre su ortodoxia. Lo contrario tanto de la ciencia como de la vida, donde la duda y el escepticismo han de ser constantes para aprender y mejorar.
Por eso, paradójicamente, y en contra del pensamiento de algunos liberales, acepté que había que ser intolerante con la intolerancia.
En este contexto, Paracelso me pareció paradigmático. Coincidía, además, con otro de mis mentores, Paul Watzlawick, cuando afirmaba que, uno de los errores más frecuentes, es creer que, si una cosa es buena, más de lo mismo forzosamente ha de ser mejor (¿alguien en su sano juicio aumentaría 100, 200, 1000 veces la dosis de un antibiótico para curarse antes?)
La dosis como unidad de aplicación. Un microorganismo introducido en el organismo puede producir la muerte; en la dosis adecuada, se convierte en una vacuna; hay venenos que son la base de medicamentos; olores casi insoportables, como el almizcle, en pequeñas cantidades ennoblecen los mejores y más caros perfumes.
Así que decidí, ideológicamente, definirme como Paracelsiano —ojo, que no Parecelsista— y buscar, para resolver cada situación y en la medida en que mi pobre entendimiento me lo permitiera —que no es siempre—, no sólo la respuesta, sino la dosis a aplicar.
¿Lo he conseguido? Sinceramente, la mayor parte de las veces, no. Pero en ello estoy y, cuando consigo mantener la calma y aproximarme un poco más a ese ideal, me siento bien, y entiendo que estoy en el buen camino.
Un brindis, pues por todos los paracelsianos. Si fuéramos muchos, a pesar de nuestros errores, quiero pensar que el mundo sería un lugar un poco mejor, más humano, con más diálogo.
Ferdinandus, d.s. Bajo el signo de Leo.


Paracelso: No existen medicinas ni venenos. Sólo dosis.

Paracelso (Theophastrus Paracelsus, 1493-1541) fue un humanista en el sentido más amplio de la palabra. Fue médico, alquimista y astrólogo. La frase que trascribo, atribuida a él, es un alegato del sentido común y forma parte de la base de mi ideología personal e incluso política: “No existen medicinas ni venenos. Sólo dosis”.
La dosis: un concepto sobre el que merecen la pena diversas reflexiones.
Para realizarla he vuelto a utilizar el pergamino como soporte. Y, bueno, parece que he mejorado un poco desde mi trabajo anterior.

Tanto con plumilla como con pincel se trabaja con cierta alegría y, a  nivel de resultados, me ha sorprendido el brillo de los colores. Para la inicial he utilizado mi clásica tinta Escarlata de Winsor & Newton serie Calligraphy Ink. Para el texto me he decidido por volver a la  nogalina. Contento porque puedo ajustar más los tonos de marrón que me gustan que con tintas tradicionales, como la Sepia de la serie de Winsor & Newton antes citada.
La tipografía vuelve a ser la variable de una batarde —la 1413 Cursive—que ya utilicé y comenté en un par de trabajos anteriores, y que, a pesar de su ilegibilidad, sigue resultándome cada vez más atractiva.
En este caso, además, creo que es la más adecuada, ya que Paracelso era médico y de todos es conocida la costumbre de este colectivo de escribir con unas grafías incomprensibles para el común de los mortales, aunque entre colegas y farmacéuticos no tengan ningún tipo de problemas para interpretar recetas y comentarios.
La N capitular pertenece también a este alfabeto, aunque para la T y la P del nombre he optado por utilizar la variante del alfabeto propuesto por Claude Mediavilla.
Ferdinandus, d.s. Bajo el signo de Leo (aunque la relacé bajo el signo de Cáncer).