Durante miles de años el concepto de salud, tal
y como hoy lo entendemos, no existió. De hecho, incluso palabras similares a
las de hoy significaban cosas muy diferentes.
La gente se hería o enfermaba, pero nada tenía
que ver con accidentes o con bacterias o virus. Simplemente, pasaba a estar
mal. El chamán, entonces, intentaba mediar entre este mundo y el otro y en la
curación se implicaban, además de ellos dos, la familia, el clan, los espíritus
de los antepasados, ciertos compuestos de plantas o materias animales
preparados siguiendo unas pautas precisas y, todo ello, incluido en rituales en
los que se cantaba, se danzaba, se ingerían hongos alucinógenos o se hacían
pinturas de arena.
Lo que los aficionados a la New Age predican con tanto denuedo como con tan poco éxito —la
conciencia holística— era entonces el pensamiento cotidiano. El más allá y el
más acá, las personas y la Naturaleza, la vida y la muerte, todo era uno y
cualquier intervención en una de las partes afectaba, positiva o negativamente
a las demás.
Todo lo conocido se explicaba con mitos. Y
funcionaban.
Apareció la agricultura, crecieron las ciudades,
se desarrolló el comercio. El pensamiento mítico fue siendo sustituido, poco a
poco, por el racional. Siguió existiendo —aún subsiste hoy en día, y de qué
manera— pero el triunfo empezaba a ser para el logos.
No sólo nos separamos de la Naturaleza, sino que
incluso generamos un sentimiento interno de dualidad, que se acrecienta con el
cristianismo. Aparece una nueva mítica, pero ahora revestida de otra manera: la
dicotomía entre el cuerpo y el alma —o la mente, en términos laicos más
modernos— donde el primero, de rango inferior, es algo ajeno al auténtico “Yo”,
al que le sirve como medio de transporte, organizador de intendencia y sistema
de procurador de placeres y dolores, entre otros cometidos.
Un mito que a día de hoy es incuestionable para
la mayoría. Si nos fijamos en el lenguaje cotidiano veremos que esta separación
conceptual que, a pesar de ser absurda, es una referencia constante. Cuando nos
referimos al cuerpo, o a alguna de sus partes, lo hacemos externalizándolo,
enajenándolo, considerándolo como una propiedad más, como podría ser un
bolígrafo o un coche. Hablamos de “mi” cuerpo, “tus” manos, “sus” ojos, etc.
También decimos “tengo sueño”, o “estoy
deprimido” pero, en cambio, “me duele la cabeza” o “me he roto la pierna”. En los primeros casos utilizamos
la primera persona del singular; en los
segundos, si bien los “me” sirven para referirme a mí, conjugamos las zonas
corporales con la tercera persona. El cuerpo enajenado.
Y no sólo ajeno, sino desconocido. Históricamente,
en Occidente, frente a los antiguos chamanes que entendían la persona como
unidad, va desarrollándose la medicina, que evoluciona paralelamente a la
sociedad y que, a partir de la Revolución Industrial, entiende el cuerpo como
una máquina complejísima que se estropea de vez en cuando —deja de funcionar
correctamente para realizar los trabajos encomendados— y debe ser reparada por
profesionales cada vez más especializados en cada una de sus partes. La salud
entendida como eficacia en el funcionamiento. Cuando el deterioro es definitivo
—una enfermedad incurable, la vejez— el cuerpo se convierte en un carga, en una
máquina cada vez más inútil.
De otro lado, son “nuestros” cuerpos, pero no
tenemos ni idea de lo que son, de cómo son o de cómo funcionan. Nos asombramos
cuando descubrimos, gracias a algún programa televisivo de divulgación, para
qué sirve el hígado, qué son los glóbulos rojos o la maravillosa estructura del
ADN.
Y nos preguntamos cómo, “teniendo” a nuestra
disposición algo tan maravilloso, seguimos siendo unos estúpidos tan
impresentables.
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