Llegado a cierta madurez —parcial y en algunas
áreas de la vida, al menos— tomé conciencia de que no me gustaban los
extremismos.
Políticamente me aburrían cada vez más y, lo que
era peor, empezaba a encontrarlos peligrosos. A medida que me aficionaba a la
calma, me iba ganando para sí el hedonismo epicúreo y apreciaba cada día más aquello que
Horacio definía como Aurea mediocritas
(Dorada moderación), las ideologías radicales, esos intentos absurdos no de
tener razón, sino de poseer la Verdad, me empezaban a resultar aborrecibles.
Así que cualquier doctrina cuya definición contuviera el sufijo “ismo” empezó a
parecerme sospechosa ya a priori, aunque fuera acompañando a palabras con un
significado positivo.
Porque, cuando la palabra que define una ideología,
política o religiosa por poner dos ejemplos, finaliza con “ismo” viene a
significar que no hay términos medios, que hay que llegar hasta el final —a
veces, literalmente, finiquitando a adversarios, heterodoxos o no conversos— y que
permite pocas dudas sobre su ortodoxia. Lo contrario tanto de la ciencia como
de la vida, donde la duda y el escepticismo han de ser constantes para aprender y mejorar.
Por eso, paradójicamente, y en contra del pensamiento de
algunos liberales, acepté que había que ser intolerante con la intolerancia.
En este contexto, Paracelso me pareció
paradigmático. Coincidía, además, con otro de mis mentores, Paul Watzlawick,
cuando afirmaba que, uno de los errores más frecuentes, es creer que, si una
cosa es buena, más de lo mismo forzosamente ha de ser mejor (¿alguien en su
sano juicio aumentaría 100, 200, 1000 veces la dosis de un antibiótico para
curarse antes?)
La dosis como unidad de aplicación. Un
microorganismo introducido en el organismo puede producir la muerte; en la
dosis adecuada, se convierte en una vacuna; hay venenos que son la base de
medicamentos; olores casi insoportables, como el almizcle, en pequeñas
cantidades ennoblecen los mejores y más caros perfumes.
Así que decidí, ideológicamente, definirme como
Paracelsiano —ojo, que no Parecelsista— y buscar, para resolver cada situación
y en la medida en que mi pobre entendimiento me lo permitiera —que no es
siempre—, no sólo la respuesta, sino la dosis a aplicar.
¿Lo he conseguido? Sinceramente, la mayor parte
de las veces, no. Pero en ello estoy y, cuando consigo mantener la calma y
aproximarme un poco más a ese ideal, me siento bien, y entiendo que estoy en el
buen camino.
Un brindis, pues por todos los paracelsianos. Si
fuéramos muchos, a pesar de nuestros errores, quiero pensar que el mundo sería
un lugar un poco mejor, más humano, con más diálogo.
Ferdinandus, d.s. Bajo el signo de Leo.
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