Últimas reflexiones sobre las
preguntas del rabino Hillel a partir del pecado de la acidia.
1. Si no eres para ti mismo, ¿quién será para ti?
ACEPTAR.
Al parecer, aunque la pobreza
idiomática actual las considere sinónimas, algunos teólogos de la antigüedad diferenciaban
la simple pereza de la acidia, un
pecado mucho más grave. Afirmaban aquellos pensadores que Dios, en su complejo
plan para el Mundo, nos habría concedido a cada persona unos dones concretos,
acompañados del mandato de utilizarlos para nuestro desarrollo personal y el bienestar
de nuestros semejantes. Ignorar o no utilizar esos dones, que era en lo que
consistía este terrible pecado, era al tiempo un desprecio al Creador y un perjuicio
para la comunidad, que se veía así privada de una piedra necesaria, y quién
sabe si fundamental, para construir un mundo mejor, más justo y más solidario.
Ser para uno mismo. Aceptarnos
como somos; asumir nuestras carencias, pero también desarrollar nuestras
posibilidades: esos preciosos dones con que la Vida, Dios, el Azar —llámesele
como se quiera— nos han personalizado sin que mediase ningún esfuerzo o derecho
previo por nuestra parte. No hay nadie que no posea no uno, sino varios, aunque
a menudo por ignorancia, desidia o falta de oportunidades, se pierdan cada día,
en tantas personas, tantos y tan necesarios.
Ser para nosotros mismos, conocernos,
significa también crecer interiormente. ¿Quién será para nosotros si ni
siquiera nosotros lo somos; cómo aceptar al prójimo sin previamente aceptarnos;
a quién podremos amar si nunca hemos llegado a amarnos realmente? En el mandato
cristiano del “ama a tu prójimo como a ti mismo” ya se indica que el primer
movimiento ha de ser hacia el interior.
2. Si sólo eres para ti ¿quién eres tú?
COMPARTIR.
Vivimos en comunidad, o mejor, en
comunidades: la familia, los amigos, el clan, la fratría, la patria, el mundo. Crecemos
y evolucionamos porque compartimos. Estamos donde estamos —y no sólo para bien,
hay que reconocerlo— porque nos cuidaron de niños, porque alguien nos ayudó a
resolver nuestros problemas, porque otros soportaron nuestras dudas y nuestras
estupideces, porque en tantas ocasiones nos tendieron la mano. Pero también
porque a través de siglos un ingente número de personas aportó, y nos sigue
aportando, logros, descubrimientos, inventos, rutas para viajar, y no sólo
exteriores.
La pregunta habría de ser:
¿cuáles son nuestras aportaciones? ¿en qué hemos colaborado, o colaboramos,
cada uno de nosotros a ese bien común? Y deberíamos tener una respuesta clara
sin necesidad de buscar mucho en la memoria.
Aunque cueste creerlo, la
generosidad es la opción más inteligente para uno mismo. Ser capaces de trasladar,
de vez en cuando, el eje del Yo al Nosotros, aunque a algunos nos cueste
trabajo, a menudo, sólo el intentarlo.
No hay ninguna contradicción entre
aportar a los demás y el Ser para uno mismo; sólo un complemento que lo
enriquece. Guardo una frase de Stephen Covey desde hace años que expresa lo que
quiero decir mucho mejor de lo que yo podría hacerlo: “Si soy físicamente interdependiente, soy
capaz y dependo de mí mismo, pero también comprendo que tú y yo trabajando
juntos podemos lograr mucho más de lo que puedo lograr yo solo, incluso en el
mejor de los casos. Si soy emocionalmente interdependiente, obtengo dentro de
mí mismo una gran sensación de valía, pero también reconozco mi necesidad de
amor, de darlo y recibirlo. Si soy intelectualmente interdependiente, comprendo
que necesito mis propios pensamientos con los mejores pensamientos de otras
personas. (...) La interdependencia es
una elección que sólo está al alcance de las personas independientes”.
Y, de nuevo, la referencia de
la acidia. Lejos de estar solos,
entre la familia y la humanidad completa, somos piezas de diferentes mosaicos,
quizás de apariencia insignificante vistas individualmente, pero necesarias
para completarlos y darles su auténtico significado. Negarlo es negarnos. Es
dejar de ser un poco —o mucho, dependerá de cada caso— e impedir que esas imágenes,
de las que formamos parte, se completen de la forma más hermosa.
3. Y si no ahora ¿cuándo?
ACTUAR.
Me encanta la palabra procastinar. Cuando la descubrí me reconocí en este verbo de
inmediato y me dije: “fíjate, has estado procastinando toda la vida y tú sin
darte ni cuenta”.
Procastinamos constantemente; dejamos
cosas para mañana, inconscientes de que ese mañana puede ser utópico. De hecho,
puede no llegar nunca. Se espera el fin de semana, las vacaciones, la
jubilación, cambiar de trabajo, encontrar otra pareja… a veces inútilmente. De
poco han servido los consejos afianzados en siglos de experiencias —el bíblico
“Dele Dios a cada su afán” o el “Carpe diem” acuñado por Horacio—; seguimos
posponiendo acciones importantes, ocupando nuestro tiempo en inutilidades, articulando
excusas sin sentido, presos de nuestra desidia, oprimidos por nuestros miedos
al fracaso, olvidando que cada segundo es único e irrepetible.
Esta última pregunta de Hillel
es la fundamental. Responderla, respondérnosla y ser consecuentes con esa
respuesta, es la base del cambio, del camino del triunfo en la lucha contra el
antiguo y olvidado pecado de la acidia,
de ese pecado que —independientemente de nuestras creencias y filiaciones
religiosas— nos aleja de ser todo lo que podemos, de dar lo mejor de tenemos y
recibir lo más precioso de los que nos rodean.
P.S. La acidia, o acedia, ha
tenido más interpretaciones teológicas. A destacar la de Evagrio Póntico (s.
IV), que la asimilaba a la desesperanza.
Ferdinandus, d.s. bajo el signo de Géminis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario