Aprovecho
el momento para abrir un nuevo apartado, que titularé Reflexiones y en donde expondré pensamientos que han rodeado
aquello que dibujo. Y empezaré por el anterior Cristo crucificado.
La
otra noche, comentando la caligrafía anterior con mi hermano Pablo, la
conversación acabó deslizándose hacia la teología.
Y
llegamos a la conclusión de que, dejando de lado las tragedias generadas en
nombre de Dios y de la ortodoxia —como en nombre de tantas ideologías
“salvíficas”— y la inutilidad de tantos diálogos profundos sobre el sexo de los
ángeles, hay algunos curiosos e interesantes.
Una
de estas discusiones, que atrajo mi atención en su momento, se produjo en el
medievo europeo y planteaba lo siguiente: Si, en la búsqueda del placer, era
más pecado yacer con una mujer hermosa que con una fea. Y no era, aunque lo
parezca, un asunto baladí.
Las
dos opciones que se dieron en el siglo XII —superando a padres de la Iglesia que,
como San Jerónimo (muy anterior, c. 340-420), no estaban por matices— estuvieron defendidas por
Huguccio y Alain de Lille.
El primero defendía que el pecado era proporcional a la belleza de la mujer argumentando
que, en buena lógica, también el placer es mayor.
El segundo, en cambio, opinaba lo contrario: La belleza es una forma de coacción y, por tanto, quien desea a una mujer hermosa peca menos, ya que su hermosura le
hace perder una parte de su libre albedrío y, por ende, de responsabilidad.
En
el fondo, y aquí estaba lo interesante, de lo que se trataba no era tanto de la
belleza o el pecado, sino de la imagen de Dios que cada uno pretendía imponer.
Este
Ser, aparentemente igual para todos, tenía representaciones muy diferentes.
Para el citado Jerónimo Dios representa la justicia
exacta: no admite matices, ni interpretaciones; el bien y el mal se encuentran
nítidamente definidos, la culpa correctamente tipificada y la sanción ha de ser
la misma.
Para
Huguccio en la Justicia divina predomina la Venganza. Ha de servir para
reprimir y para mantener a cada cual en su sitio y evitar cualquier desvío de
la norma; y la norma es: aquí hemos venido a sufrir y a conseguir con nuestro
sufrimiento la salvación eterna. Lo que a Él le molesta, según este prócer, lo
que Lo ofende, por lo que nos castiga, no es tanto el acto en sí mismo, sino el
placer o el beneficio implícito en él. Porque siendo felices atentamos contra
su mandato de sufrir en esta vida por partida doble: de un lado, incumplimos la
orden dada cuando nos expulsó del Paraíso; de otro, nos rebelamos contra Su
bondad al olvidar, siquiera por unos instantes, el sacrificio que su propio
Hijo hizo por nuestra salvación muriendo en la cruz. Así, si fornicar es ya de
por sí malo, hacerlo con una mujer hermosa —y más vale no entrar en otros
detalles escabrosos— ha de ser considerado horrible.
Para
Alain de Lille, en cambio, Dios ejerce Justicia desde el Perdón, desde la
comprensión de nuestras debilidades. Él conoce que el impulso sexual es fuerte
—¿cómo no va a saberlo, si él mismo lo creó? —, sabe que no siempre tenemos la
fortaleza necesaria para oponernos a él, y nos castiga cuando caemos porque así
está establecido. Pero entiende que según qué tentaciones son superiores a otras,
y que no todas son punibles de la misma manera ni merecedoras del mismo
castigo.
La
idea de Alain de Lille fue más importante de lo que puede parecer, ya que se
integraba en un concepto jurídico de hondo calado, también medieval: la libertas a miseria.
La
lógica de aquellos teólogos era la siguiente: el pecado depende del libre
albedrío y éste puede estar condicionado por las circunstancias. Si un hombre
satisfecho roba un pan comete un pecado diferente del que comete otro que roba ese mismo pan movido por el hambre. En el segundo caso,
es la miseria lo que le impele a pecar, obnubilado su entendimiento por la
necesidad. Pretende sobrevivir, no ofender a Dios. El pecado, por tanto, es
mucho menor y el castigo ha de ser proporcional a la ofensa.
Dejando
de lado que los poderosos medievales, fueran nobles o clérigos, no tuvieran
demasiado en consideración estos argumentos, la idea caló y se mantuvo por los
siglos, hasta emerger, desde perspectivas laicas, en etapas históricas más progresistas.
Y
llegamos al final. Las respuestas a la pregunta de si es más pecado yacer con
mujer hermosa o fea no se refiere, en el fondo, al sexo; ni tan siquiera a
Dios. Se articula sobre la idea que llegamos a tener de lo que habría de ser la
Justicia ideal.
Y
que durante siglos ésta estuviera supeditada a unos reales o supuestos mandatos
divinos —y en algunos países todavía hoy sigue organizándose de esta manera— no
altera en absoluto la esencia de los razonamientos.
Espero,
finalmente que, amados de Dios, esta no haya sido una lectura inútil.
Ferdinandus,
d.s.
P.S.
Esta discusión la encontré en: Deschner, Karlheinz (1974). Historia sexual
del cristianismo. Zaragoza: Editorial Yalde, 1993. Un texto interesante para
entender un poco más nuestra historia. Aprovecho también para aclarar que el
concepto de Libertas a miseria es mucho
más complejo de lo que aquí señalo.
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