En el comedor de casa hay un pequeño reloj de
cuco que compramos en la Selva Negra. A veces, para relajarme, me siento en el
sillón y me entretengo siguiendo el ir y venir del péndulo, metódico, preciso,
sonoro. Tic, tac, tic, tac…
Ese reloj, como los demás, marca el paso del
tiempo. Pero no un tiempo cualquiera: sólo el tiempo de Cronos.
Cronos, hijo de Urano, el Cielo, y Gea, la
Tierra. Habiendo mutilado a su padre y temeroso de que sus hijos acabaran con
él, los devoraba cuando salían del vientre de su madre. Simboliza el tiempo que pasa, la perentoriedad de
la vida. Es el que miden los relojes —los cronómetros toman de él su nombre—,
el que canta mecánicamente el pequeño pajarito mecánico de nuestro reloj de
cuco. Un tiempo mesurable, divisible en fracciones idénticas, origen de la
revolución industrial y de las prisas que nos aquejan.
Y sin embargo, a todos nos ha pasado alguna vez
vivir idénticos lapsos de tiempo de formas diferentes: hay minutos que se nos hacen
eternos y horas que pasan casi sin notarlas.
Existe, por tanto, otra percepción más íntima,
subjetiva, que no coincide, ni tiene por qué, con la que marcan los relojes.
Los antiguos griegos, siempre tan sutiles,
tenían también otro dios, menor, hoy casi olvidado, para gobernar ese otro
tiempo, que define la calidad de vida. Lo llamaban Kairós, y lo asociaban con el Momento Oportuno. Hijo de Zeus y de Tiké (la Fortuna)
era representado como un joven calvo, con un único mechón de pelo en la
cabeza y sujetando una balanza desequilibrada en su mano izquierda.
Los griegos creían que, si se cruzaba en nuestro
camino y podíamos asirnos de ese mechón de pelo, tendríamos la suerte de nuestro
lado (y de este antiguo mito nos queda todavía una frase que no se entiende si no
se conoce la leyenda: “la ocasión la pintan calva”).
Para concluir, afirmaban que a Kairós es inútil perseguirlo porque no se le puede dar alcance nunca. Sólo cabe estar atentos a que pase por nuestro lado e intentar agarrar con fuerza ese mechón que nos ofrece como asidero improbable.
Para concluir, afirmaban que a Kairós es inútil perseguirlo porque no se le puede dar alcance nunca. Sólo cabe estar atentos a que pase por nuestro lado e intentar agarrar con fuerza ese mechón que nos ofrece como asidero improbable.
Volvamos al movimiento Slow y reinterpretemos su filosofía. La propuesta de la lentitud
como forma de vida, la elección de la calma como opuesta a las prisas significa
primar el sosiego, no abandonarnos a la inacción.
Porque una cosa es transitar tranquilos y otra, absolutamente
diferente, es ser pusilánimes. Distinguir claramente cuándo es el momento de echarnos
la siesta y cuándo reaccionar rápidamente a un estímulo es un don que pocas
personas poseen y un arte que aún menos practican.
Aviso, pues, para navegantes desbrujulados. La
lección de los griegos era, sin prisas, disfrutar de la vida en cada uno de sus
instantes; sin agobiarnos, ser capaces de aprovechar cada Oportunidad que nos
brindan los dioses.
Ferdinandus, d.s. bajo el signo de Géminis.
P.S: Los griegos también dispusieron de un
tercer organizador del tiempo: Aión, dios de la eternidad, joven y viejo al
tiempo. Simbolizaba el aliento vital, representaba el Camino que recorremos y
la satisfacción de recorrerlo. Significaba también el reconocimiento de
nuestra vocación y la capacidad para escuchar nuestra voz interior. Pero esta es
otra historia para otra ocasión.
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