Todos somos —unos más que otros—
perfeccionistas. Suele gustarnos el trabajo bien hecho pero, al no existir la
perfección, depende de dónde hayamos puesto el listón, podemos generarnos problemas.
Si entendemos la frustración como el resultado
del incumplimiento de las expectativas es fácil entender que, como casi nadie
desea vivir frustrado —si exceptuamos algunas patologías y cierta confusión entre
tener sueños e incubar fantasías— se elaboraren estrategias
para evitarla.
Como por ejemplo, luchar por cumplirlas, empeñarnos
en mejorar las cosas que hacemos. Una vez detectado un error se reconoce y se
corrige; si se observa una posible mejora a un coste asumible, se aplica.
Incluso, se buscan soluciones alternativas, por el simple placer de
experimentar.
Actuar desde esta perspectiva conlleva
satisfacciones por resultados, aprendizaje constante y enriquecimiento vital.
Pero esta opción no suele estar relacionada con la búsqueda de la perfección en
sí misma, sino con el deseo de mejora y superación, que puede parecer igual,
pero es muy diferente.
Más directamente vinculadas al perfeccionismo se
observan, en cambio, otras. Una, inteligente aunque peligrosa, es ser más
realistas y rebajar ciertas expectativas. El peligro reside en la posibilidad de
infravalorarse y conformarse con mucho menos de lo que uno es capaz de hacer.
¿Quién no conoce a alguna persona que, si hubiera tenido algo más de confianza
en sí misma, “podría haber llegado mucho más lejos”?
Aparece aquí un sentimiento vinculado al
perfeccionismo que nos inmoviliza: el miedo al fracaso. Cuando nos domina nos
retraernos y aceptamos ciertos resultados por precarios que nos parezcan. La
estrategia entonces es convencernos de que realmente la cosa no va con nosotros, que no
nos importa tanto, así que, si lo que hacemos no sale tan bien como deseamos,
tampoco pasa nada.
El resultado final suele ser una apatía solo
aparente; he visto en más de una ocasión, en clase, adolescentes capaces que,
para no frustrarse —especialmente si son varones y tienen una hermana brillante—
lo que hacen es posicionarse en el pasotismo. Para defenderse de posibles
fracasos se repiten: si no compito, no puedo perder.
Yendo un paso más allá, a algunos perfeccionistas
frustrados, cuando son adultos y pueden decidir —de niños no podemos elegir no
ir a la escuela— se ofrecen una
alternativa más dura: la inacción. Abandonar antes de comenzar, negarse intentarlo o plantearse la posibilidad de
soñar hacerlo. En este proceso, la presencia de adultos perfeccionistas en su
infancia pueden haber tenido su peso: frases oídas a menudo como: “si no vas a
hacerlo bien, mejor no lo hagas” no ayudan demasiado a educar en el riesgo de
cometer errores.
Así que hay quien opta por la trágica estrategia
de la comodidad: pasar por la vida “sin hacer”. Personas colapsadas frente a la
toma de decisiones porque, sabiéndonos incapaces de llevarlas a cabo “bien” —y
habría que preguntarse según el criterio de quién—, se han rendido de antemano.
Da igual que se trate de montar un negocio, preparar un viaje, estudiar una
carrera o declarar nuestro amor.
Todos sabemos que sin fracaso no hay frustración;
pero a menudo, algunos, olvidamos que el coste de eliminar la posibilidad del
dolor es la renuncia segura a la satisfacción. Un precio demasiado alto cuando
se repite a lo largo de la vida, y es que evitar el dolor acaba provocando
mucho sufrimiento.
Buscar la mejora en cualquier ámbito —el
trabajo, la familia, o caligrafiar una simple inicial— es algo en lo intento
implicarme cada día. Pero, dado que he pagado ese precio muchas veces, hace
tiempo que lucho contra cualquier atisbo de búsqueda de la perfección. Me
emociono cada vez que leo aquella frase que caligrafié de Joan Maragall (http://ferdinandusscripsit.blogspot.com.es/2015/04/joan-maragall-elogio-del-vivir.html), pero no quiero
olvidar que, como señaló Jacques Monod, el milagro de la evolución es el
resultado de millones de errores repetidos.
Ferdinandus, d.s. Bajo el signo de Géminis
buscar la excesiva perfección, siempre es sinónimo de "cagarla" y dejar las cosas peor de lo que estaban.. sobre todo en gente como yo...
ResponderEliminarNos pasa a más de uno, Carlos. A veces, estoy trabajando con una mayúscula y pienso ¿y si le añado alguna voluta más? Y luego lo hago otra vez ¿y un tono más subido?, y hay un momento en que me doy cuenta... de que antes quedaba mejor. Pero voy aprendiendo.
ResponderEliminarIncluso dejando de lado la perfección y centrándonos en la simple mejora —muy loable, eso de intentar mejorar las cosas—, cuando tengo ganas de mejorar algo me hago la pregunta del millón: ¿se reflejará adecuadamente la inversión en la cuenta de resultados?, ¿se compensará el gasto con un beneficio observable? (y no hablo únicamente de economía, sino a nivel emocional, de tiempo, etc.). En el momento en que la respuesta es NO o no está clara, dejo lo que estoy haciendo tal y como está y me dedico a otra cosa, que no tengo tiempo ni energías para todo lo que desearía hacer.