Nunca he tenido demasiada
inclinación por la historia de la filosofía, y reconozco que los textos que más
he disfrutado, durante años, han sido los dos tomos de la Historia de la filosofía griega de Luciano di Crescenzo, escritos
con una mezcla de espíritu didáctico, sentido del humor y puesta al día de las
distintas teorías en los barrios populares de su Nápoles natal.
En la segunda parte nos explica
que fue uno de los primeros estoicos, Zenón, el que le dijo a un discípulo muy
hablador aquello de que por algo tenemos dos orejas y una sola boca y predicaba,
como todos, la indiferencia, el desapego y la impasibilidad aunque Séneca, el último
gran estoico, resultó ser uno de los hombres más ricos del Imperio Romano, lo
que prueba que el desapego no siempre significaba la renuncia.
Rechazaban el Azar y creían, en
cambio, en el Destino, en una Naturaleza
Inteligente, donde cada cosa tenía su razón de ser y formaba parte de un
plan, aunque nosotros no lo conociéramos. Y, de entre las pasiones, a cuatro
las consideraban extremadamente peligrosas y, por ende, a evitar: el placer, el
dolor, el deseo y el temor. El hombre que se entregara a ellas era considerado
un insensato, que era el opuesto al sabio.
Posteriormente, sin embargo,
Panecio y Posidonio relajaron un poco esta filosofía. Citando a Diógenes
Laercio citado por De Crescendo: “admitieron que la virtud, por sí sola, no
conseguía garantizar una buena existencia, sino que eran también necesarias la
salud y algo de dinero”. Sería lo que hoy llamaríamos un pragmatismo estoico.
Resumiendo, la frase me parece
impactante y en más de una ocasión me hubiera gustado tener la entereza para
enfrentarme a los acontecimientos pronunciándola desde el corazón. Pero está
lejos de mí y hoy, después de caligrafiarla, me percibo mucho más epicúreo, lucho
por vivir tranquilo y me siento, mal que me pese a veces, lleno de miedo y
esperanza.
Ferdinandus, d.s. bajo el signo
de Géminis.
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